Marina Anaya

Arte sin libro de instrucciones

31 Agosto 2022 Por Carmen R. Cuesta
Marina Anaya, artista

El de Marina Anaya es un universo repleto de color y de sentimiento, un mundo en el que figuras y tonos transmiten fuerza y optimismo a raudales. Las obras de esta creadora 'tocan' varias disciplinas —grabado, pintura, escultura, cerámica—, con un espíritu común: la búsqueda de lo bello, del positivismo, de la parte más “bonita y amable”, en sus propias palabras, de la vida. Un arte que, explica, no requiere del espectador más que observar y divertirse. Sin instrucciones.

Entrar en el estudio de Marina Anaya (Palencia, 1972) es encontrarse de golpe en una explosión de color, un aparente batiburrillo de formas y piezas dispuestas por todas partes; siluetas en ocasiones intrincadas —en otras sorprendentes por su simplicidad y capacidad de transmitir—, que crean, sin embargo, un espacio acogedor y cercano como lo es la artista palentina. Las diferentes salas de ese lugar de creación constituyen un notable contraste con el espacio principal: son el lugar de trabajo de una mujer para la que “no se trata solo de diseñar las piezas, sino de saber hacerlas, de saber cómo funcionan los materiales”. Diferentes moldes y herramientas de todo tipo conviven con un gran tórculo en el que la artista realiza los grabados, y multitud de pinceles, lienzos, gubias, planchas, pinturas, botes de tinta, lápices de colores, muestras o papeles de todo tipo se disponen en paredes y estanterías, listos para su uso.

Su infancia, afirma, ha tenido mucho que ver en esta concepción casi artesana de la creación, en la que el camino, el “acompañar” a las obras “desde su concepción, desde el boceto, hasta su realización final”, es clave. “El conocer los procesos te acerca un poquito a la naturaleza de las cosas, porque a veces vemos objetos ya terminados y no sabemos ni de dónde han salido, ni cómo, ni por qué. Y yo crecí —explica— en una familia en la que todavía mi madre nos enseñaba a hacer fuego, a cocinar…”. El recuerdo hace que aflore una sonrisa: “Creo que este espíritu permanece de cuando yo tenía cinco o seis años y empezaba a hacer mis primeras cositas en barro con mi abuelo y con mi madre; permanece esa idea del arte como juego, de divertirte haciendo arte, de intentar que se diviertan los demás. Y esa parte muy lúdica creo que se transmite en mi obra en todos los sentidos, en el concepto, en los colores, en el movimiento…”.

Marina Anaya estudió Bellas Artes en Cuenca y recibió poco después una beca que la llevó a Florianópolis, en Brasil. El Instituto Superior de Arte de La Habana, en Cuba, fue para la artista no solo un doctorado, sino también, asegura, “un buen aprendizaje de vida”, y especialmente en torno al grabado, una de las disciplinas artísticas que protagonizan su línea de trabajo. Hoy, después de 25 años de carrera profesional, el universo artístico de Marina Anaya ha evolucionado e incluye otras técnicas y otros campos. “Empecé con el grabado, sí, después vino la pintura, después la escultura, la joyería como pequeña escultura y, por último, la cerámica. Todas estas disciplinas han ido configurando mi trabajo, el que es ahora, pero sin abandonar ninguna. Porque verdaderamente me gusta ser libre a la hora de crear y poder transformar mis ideas o mis bocetos en cualquiera de estas diferentes ramas”.

Desde pequeña —reflexiona la artista— he tenido muchísimo apoyo familiar para seguir adelante con lo que era una vocación total. Sí creo que en todos los artistas plásticos hay una parte de talento, pero es muy importante que hayas podido descubrir o que alguien haya podido encontrar en ti, o te haya ayudado a descubrir, ese talento. Y, por supuesto, hay una gran parte de aprendizaje, de desarrollo, de constancia. El talento sin trabajo no se convertiría en obras de arte”. En ese sentido, la libertad a la hora de crear y esa concepción multidisciplinar y artesana son tanto parte como base de sus creaciones. “Me veo exactamente igual, creando con la misma libertad con la que lo hacía cuando era pequeña; creo que mi vida no ha cambiado prácticamente nada —ríe—. Ahora lo hago de otra manera, con otras perspectivas, con otra difusión de mi trabajo, con otros conocimientos. Pero mi día a día es muy similar. Trabajo desde el mismo lugar: era mi pasión entonces y sigue siéndolo ahora”.

“En todos los artistas plásticos hay una parte de talento. Y, por supuesto, una parte de aprendizaje, de desarrollo, de constancia. El talento sin trabajo no se convertiría en obras de arte”

Las creaciones de Marina Anaya se exponen hoy por todo el mundo, de Madrid a Tokio o Buenos Aires. “Por suerte, cuando he podido ver mi trabajo en diferentes exposiciones en Asia o en Latinoamérica, la respuesta del público siempre es muy receptiva. Quizá porque el lugar desde el que yo trabajo y desde el que intento transmitir refleja la amabilidad, la posibilidad, el optimismo, esa parte lúdica y bonita de la vida. Soy partidaria de un arte muy cercano al juego y de un arte sin libro de instrucciones en el que las piezas hablan por sí solas”, resume. Me parece importante que el espectador, el que mira los trabajos, el que mira las obras, las haga suyas y tenga su propia valoración, aunque sea totalmente diferente a la mía, a la que yo he tenido en mi cabeza a la hora de hacer esas piezas. Pero creo —sonríe— que eso es lo que de verdad termina la obra de arte, la mirada del que la valora, del que la ve.

MARINA ANAYA Y MARI: UNA COLABORACIÓN ÚNICA

El trabajo del artista es, explica Marina Anaya, en ocasiones solitario: “Son muchas horas en tu taller elaborando todo lo que pasa por tu cabeza”. Una actividad “maravillosa”, aclara, que bebe de múltiples influencias como “exposiciones, de viajes, de talleres, de amigos, de dibujos de niños…”, pero que se plasma en una actividad que realiza, en su mayor parte, en soledad. “Me parece interesante hacer colaboraciones y siempre que puedo trabajo con otros artistas en proyectos en común, con ONG o con otros contactos”.

De todas esas colaboraciones, “la más importante es la que hago con mi tía Mari, una mujer de 90 años que vive en un pueblo de Salamanca, sola”, asegura. Ese trabajo conjunto dura ya 25 años, con una dinámica marcada: “Yo le dibujo unas telas, se las mando al pueblo con los hilos, ella las borda eligiendo los colores, y cuando yo las recibo de vuelta las convierto en cojines, en butacas, en colchas, en vestidos...”. Piezas y más piezas —puro color y movimiento— que Marina Anaya muestra con orgullo familiar. “Es enriquecedor. Aunque en ocasiones se enfade conmigo porque la tela que le mando es pequeña”, concluye entre risas.