Maria Contreras Coll

La mirada que humaniza la tragedia

11 Marzo 2020 Por Beatriz Portinari
maria contreras coll apertura
Fotografía del proyecto ‘Journey To Impurity’. © Maria Contreras Coll

Desde los campos de refugiados al corazón rural de Nepal, la fotógrafa Maria Contreras Coll dirige su mirada intimista a las historias sin nombre ni ojos de los grandes olvidados. Su perspectiva de género lucha contra el “rockestarismo” imperante en el fotoperiodismo tradicional y reivindica la fotografía en clave femenina. 

Su cámara ha radiografiado la resiliencia humana, desde abusos a temporeras de la fresa en Huelva a mujeres estigmatizadas por la menstruación en Nepal. Maria Contreras Coll (Barcelona, 1991) estudió Bellas Artes y Fotoperiodismo en Barcelona y es una de las jóvenes fotógrafas españolas que están cambiando la forma de afrontar el documentalismo. Ganadora de la I Beca Joana Biarnés de Photographic Social Vision, forma parte de la red Women Photograph y su trabajo ha sido publicado en The New York Times, The Washington Post, El País o Al Jazeera, entre otros. La insistencia y la humildad viajan en su mochila, junto a su cámara Nikon D750 y su objetivo Sigman de 35mm con los que retrata historias anónimas. 

Tu pasión por el fotoperiodismo empieza muy pronto, con 14 años. ¿Cómo es posible un talento tan precoz?

En casa teníamos una cámara digital con la que se fotografiaban vacaciones, barbacoas —todo amateur—. Yo vivía en un pueblo pequeño, de esos en los que se podía jugar en la calle y apenas hay coches. Recuerdo la emoción al comprobar que no podía ver con mis ojos las estelas, el rastro de luz de los coches, pero la cámara sí registraba aquellas franjas rojas y blancas. ¡Parecía magia! Después hice un viaje familiar a Marruecos, con 15 años, que vi a través de la cámara. Ahí supe que quería dedicarme a esto.

Una carrera en Bellas Artes, un posgrado en Fotoperiodismo… Pero la prueba de fuego fue tu proyecto sobre los club kids de Barcelona. ¿Cómo surgió?

Por pura coincidencia. Estaba haciendo fotos en el Raval con un compañero del posgrado y pensábamos retratar la historia de los vendedores de latas, cuando de repente vi pasar a un chico alto, guapísimo, trans, que desprendía luz. Le paré y le dije: “Estoy fascinada contigo, ¿te podría hacer unas fotos?”. Se llamaba Albert. En cuanto le conocí supe que no era foto de un día, sino mi primer trabajo de largo recorrido, entre 2014 y 2015, siguiendo su vida: de fiesta, al gimnasio, en su casa… Él fue un antes y un después en mi forma de fotografiar. 

De los club kids pasaste a los refugiados en Europa y a las niñas marginadas en Nepal por su menstruación. ¿Qué historias captan tu atención?

Curiosamente siempre hay detrás alguna reflexión personal mía, que conecta con las personas que fotografío. Y eso les permite, al mismo tiempo, conectar a ellos conmigo. Yo fui muy punky de los 14 a los 21 años; rechazaba el sistema impuesto y eso lo vi en Albert. Entendí perfectamente su rechazo al mundo, querer ser distinto, pero al mismo tiempo, buscar cómo encajar en la sociedad. El proyecto de las niñas de Nepal surgió porque siempre he tenido reglas muy dolorosas, y un día leí una noticia sobre una tradición rural nepalí, el Chhaupadi pratha (un ser intocable), que apartaba a las jóvenes cuando tenían la regla por considerarlas “impuras”. ¡Ya no era solo el dolor, sino que eran estigmatizadas por la sociedad! Cuando fui allí a fotografiar esa historia, que titulé Journey To Impurity, me sorprendió comprobar que hay otra parte de la sociedad de Nepal lucha precisamente contra eso y por la normalización de los ciclos menstruales. 

El periódico The New York Times te encargó un trabajo sobre las temporeras de la fresa en España. ¿Es más difícil retratar la miseria en casa?

Es tan duro que todavía me cuesta hablar de ello. No es que sea difícil, es más bien desconcertante. La miseria en países cercanos, en la frontera de Melilla, es real y entiendes por qué tienen que dejar su casa y buscar trabajo o incluso emigrar. Es un tema silenciado, del que no se habla lo suficiente, que está pasando aquí al lado. Cuando ves ciertas cosas, como esas violaciones, vejaciones y abusos cometidos a las temporeras en Huelva, por hombres de tu nacionalidad y en tu propio país, te inspira entre rabia y vergüenza. Es gratificante poder sacar a la luz temas así, pero al mismo tiempo cuesta digerirlo. 

Precisamente, tu proyecto fotográfico ganador de la Beca Joana Biarnés se centra en la violencia sexual en España. ¿Crees que cambiará algo ese trabajo?

La mayoría de mis historias tienen un propósito. Aunque en el mundo que vivimos no es seguro que con la fotografía generemos un impacto, al menos podemos lanzar una flecha. El proyecto aún está en una fase embrionaria y puede cambiar sobre la marcha, pero lo que sí tenía claro es que después de la sentencia de la Manada era necesario volver a visitar este problema y exponerlo. Las cifras sobre violencia sexual no están bajando en nuestro país. Debemos entender que no es ajena a nosotros, sino que son nuestros padres, o hermanos o hijos y la sociedad que estamos construyendo. 

Actualmente, impartes clases de Fotoperiodismo. ¿Cuál es el mejor consejo que das a tus alumnos?

Es muy importante creer en tu visión, en tu proyecto, llamar a todas las puertas, presentar tu trabajo una y otra vez. No caer en el discurso tan nuestro de “qué difícil es todo”. Lo es, esto requiere una inversión a largo plazo de energía, tiempo, dinero, ganas, creatividad. Pero se soluciona con insistencia y humildad. 

“Aunque en el mundo que vivimos no es seguro que con la fotografía generemos un impacto, al menos podemos lanzar una flecha”

¿Crees que existe un talento fotográfico innato o se puede entrenar? 

El talento es algo relativo, porque yo veo alumnos que hacen fotones en el primer disparo, pero que no tienen suficiente constancia. En cambio, para mí los mejores son aquellos que vienen el primer día con una foto no tan buena, pero vuelven a intentarlo una y otra vez, y siguen. Creo mucho en el esfuerzo y el trabajo constante, imparable, de años. Si con el tiempo sigues insistiendo, haciendo trabajos con los que te sientes conectado de forma honesta y sincera, casi es inevitable que las cosas salgan bien.

Formas parte de la red internacional Women Photograph. ¿La unión de mujeres hace la fuerza?

Esta es una profesión muy solitaria y las mujeres fotógrafas no somos visibles. ¿Has visto los nombres de los finalistas del último World Press Photo? ¿No se presentó ninguna mujer? Creo que fue un 20%, muy poco, pero refleja por qué no nos sentimos representadas. Formar parte de la red Women Photograph me permitió conectar con mujeres de todo el mundo que tenían una sensibilidad fotográfica como la mía, porque antes me sentía muy sola. Mucho. Creo que el fotoperiodismo tradicional ha estado marcado por una mirada masculina, el “fotógrafo blanco rockstar”. Ese “rockestarismo” y protagonismo no me interesan, y creo que a las amigas fotógrafas que conozco tampoco: solo somos un canal para amplificar una voz que ya existía, no es que demos voz a las personas que fotografiamos. Por supuesto, no todos los fotógrafos son iguales, pero creo que existe una corriente fotográfica femenina a la que nos interesa contar historias de forma más pausada, respetuosa, tranquila y humana.